El
subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, Antonio
Rodríguez Villa, firmó la Real Orden que se convirtió en salvavidas del
castillo navarro en plena dictadura del general Primo de Rivera que discurría
bajo la corona de Alfonso XIII. La Gaceta de Madrid, el BOE de la época,
recogió una declaración del castillo merecida “por los recuerdos históricos que
atesora y por su importancia monumental, verdaderamente inapreciable”.
La orden
recordaba que el movimiento por parte del Estado se realizaba a petición de la
comisión de monumentos que sostenía que el palacio era la “joya” de Navarra. La
iniciativa fue avalada por un informe de las Reales Academias de la Historia y
de Bellas Artes de San Fernando, que entendió que la fórmula también tenía que
extenderse a la aledaña iglesia de Santa María.
El Palacio
Real, construido en su mayor parte por el rey Carlos III a partir de 1388, era
propiedad de la Corona de Navarra y, tras la conquista de 1512, pasó a manos
del Estado. Su conservación se encomendó a unos alcaides, cargo hereditario que
recayó primero en el linaje nobiliario de los Rada y, a partir de 1728, en los
Ezpeleta de Beire que lo inscribieron a su nombre en el registro de la propiedad
de Tafalla.
La comisión
de monumentos para la que trabajó en ese controvertido asunto Iturralde y Suit
consiguió implicar al Estado para obtener la declaración de “monumento
nacional” y recuperar así una propiedad necesaria para proyectar la deseada restauración. La Diputación de Navarra, por fin, compró las ruinas, paso previo para
convocar un concurso de recuperación que ganaron en 1926 los hermanos Yárnoz.
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